lunes, 30 de noviembre de 2009

Lo quiero, ¡lo necesito!


Que tire la primera piedra la que NUNCA se haya sentido tentado a comprar al menos uno de los productos que venden los infomerciales. Sus productos son muy originales; los mensajes que utilizan son tan insistentes, largos y repetitivos, que siempre acaban convenciendo a miles de personas. Entonces, ¿por qué sentirse avergonzada por ser una de muchas que han quedado hiponotizada frente a los comerciales de telemercadeo? Ahora, debo aclarar que si bien he sentido el impulso de querer adquirirlos, al final nunca lo he hecho. Cuando más cerca estuve de tomar el teléfono y marcar, fue al ver unas tapas que supuestamente se ajustan a cualquier recipiente, cerrándolos al vacío y manteniendo el contenido en buen estado por más tiempo.
Independientemente de la naturaleza del producto que haya llamado nuestra atención (los hay para la casa, para el arreglo personal, para hacer ejercicio, etc.), éste es un ejemplo perfecto de la "irresistible" promesa de este tipo de articulos: hacer tu vida "mejor", más ordenada, de manera sencilla y rápida. Entonces, ¿por qué no compré las tapas? Bueno, pues me puse a buscar información acerca de ellas, de cómo funcionaban realmente y si eran efectivas. Encontré un video en el que se "demostraba" que no servían. Quizás se trataba de una campaña de desprestigio, pero decidí no arriesgarme. Al final, es muy probable que sí devuelvan lo que se pagó, pero la desidia ante un trámite más en la vida puede ganar fácilmente y terminaría siendo dinero tirado a la basura. ¿Y saben qué? Vivo sin esas tapas y no me han hecho falta para nada. Más allá de la forma en que una propaganda llegue a nosotras, creo que el procedimiento antes mencionado es una forma inteligente de consumo. No comprar por impulso, investigar y comparar precios, pero sobre todo, analizar la necesidad real. Me parece una reflexión útil para esta época navideña. ¡Felices compras!

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Culpa yuppie


A veces me sorprendo a mí misma haciendo planes para no estar en casa el día que viene la señora que hace la limpieza. No es que no me guste convivir con ella, ni mucho menos. De hecho disfruto nuestras pláticas, saber qué pasa en su vida, con su familia e inclusive escuchar su consejo cuando se da el caso. Es sólo que me da un poco de pena el "no hacer nada" mientras ella realiza el trabajo doméstico.
Sé perfectamente que Margarita no ve mal que yo esté con mi hijo, o que me siente frente a la computadora mientras ella barre, aspira, trapea, etc. Mi culpa es algo que no puedo explicar.
Otra actitud que me he descubierto es que empiezo a lavar trastes o a recoger ropa un par de horas antes de que ella llegue. Algo así como las amas de casa de antaño que sacudían la casa a conciencia ante la visita inminente de la suegra que pasaba el dedo en busca de polvo.
Supongo que se trata de una especie de lucha por el territorio. Aunque a ninguna de las mujeres de mi generación nos guste hacer el "que hacer", el cederlo a alguien más es como donarle una parte de nuestras vidas. Precisamente el otro día una querida amiga me decía que odia no tener tiempo para organizar su casa, y que siente que la ama y señora de su hogar es la mujer que la ayuda con la limpieza. Es ella, y no mi amiga, la que decide qué productos y de qué forma se usan, por citar un ejemplo. Otra amiga me decía que no soporta tener muchacha de planta, que ella prefiere hacer la mayor parte del trabajo a sentir que hay "otra mujer" en la casa.
Total que ahora resulta que tener (o aceptar que necesitamos) ayuda nos incomoda. Extraño fenómeno, pero sucede. Yo creo que, como en todo, lo mejor y más complicado es un punto medio. Con todo lo "fodonga" que me pueda sentir, prefiero que alguien más lave los platos para que yo pueda pasar tiempo con mi hijo o seguir ejerciendo mi profesión. Eso le da más oportunidad a mi hijo de tener una mamá más contenta y dedicada a las cosas que sí disfruta (sean propias del hogar o no). Mucho mejor, ¿no creen?

Limpieza de fin de año


Con todo esto de que me mudo y no me mudo, no he podido empacar. No quiero vivir con mis cosas en cajas más de dos semanas. Lo que sí estoy haciendo es ordenar y tirar a la basura todo lo que no sirve. Es impresionante cómo se esconde la basura en los rincones. ¿En qué momento guardé etiquetas de ropa tras cortarlas? ¿Cuántas bolsas de asas pensé que necesitaría en la vida? ¿Por qué sigo guardando ejemplares de revistas malísimas que compré en un ataque de aburrimiento? Lo que más me ha impresionado es darme cuenta que en el fondo de la alacena todavía había latas que caducaron hace cinco años. O encontrar decenas de cajas de medicina con una o dos pastillas que ya expiraron también. Sin temor a equivocarme puedo decir que nada soprende más que toparse con una etiqueta que dice "N$". ¡Nuevos pesos! ¿Alguien se acordaba todavía de que eliminamos tres ceros de los precios?

Que siempre no...


Calculé la mudanza para este fin de semana. A mí, que todo me encanta tenerlo calculado, planeado, calendarizado, como muchas cosas en este año, otra vez no me salió. Y como no fue ahora, ya no pasará hasta el próximo año. Diciembre es demasiado complicado como para, además, llevar la casa a cuestas.
Mucha gente asegura que una remodelación es más cansada y tardada que una construcción. Yo no entendía eso hasta que me metí a hacerlo. Es cierto. En la edificación de una vivienda nueva, todo se hace a medida, sobre necesidades específicas, los contratiempos son mínimos. Al rehabilitar una casa ya hecha, uno se encuentra con limitaciones propias del inmuebe original. Hay que adaptarse a lo que se tiene, o bien tirar y volver a hacer, lo cual es bastante desgastante. A eso se suma que cuando parece que un recurso se logró, se presenta siempre algún tipo de eventualidad no prevista. En fin, tampoco hay prisa. Es sólo que es un evento tan significativo que hay que hacerse a la idea por un tiempo, y el "siempre no" sólo prolonga la ansiedad.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Mudanza


Dentro de poco menos de tres semanas, mi pequeña familia y yo nos cambiaremos de casa. Confieso que estoy aterrada. En algún lado leí que mudarse es una de las tres primeras causas de estrés en la vida de una persona, siendo los dos otros dos motivos eventos tan tremendos como la muerte de un familiar o pasar por un divorcio. Debo aclarar que mi miedo no está fundado únicamente en la teoría. La memoria de experiencias anteriores es lo que más me atormenta. Ese espantosa sensación de que uno NUNCA acabará de meter la vida en cajas, la interminable aparición de objetos inclasificables y la perspectiva de vivir en el caos por un buen rato. Además está el riesgo de que se pierdan, maltraten o rompan cosas. Somos obligados a poner nuestras preciadas posesiones de toda una vida (valiosas o no, es lo que tenemos) en manos de desconocidos para que las manipulen cuanto sea necesario.
El peor recuerdo que tengo de mis traslados anteriores es el de empacar la ropa. Simplemente no podía terminar. La del diario, los abrigos, los vestidos de fiesta... fue tan abrumador que estuve tentada a dejar varias cosas atrás, y me juré analizar muy bien si valía la pena cada que tuviera el impulso de comprar un trapo más.
Por supuesto ese es una promesa que se olvida tan pronto como los dolores de parto, y aquí estoy otra vez frente a un bonche de cajas de cartón y a un paquete de rollos de cinta canela (que por cierto, nunca alcanza) pensando cómo le voy a hacer para aminorar el suplicio. Estoy segura que no hay manera fácil, pero me han pasado varios tips que aplicaré al pie de la letra. Ya dedicaré otro post a ennumerar los que me funcionaron. ¡Deséenme suerte!

jueves, 5 de noviembre de 2009

El arte de saber soltar


Tengo puesto un vestido que compré aproximadamente hace unos 17 años. Es negro, corto, de algodón, sin mangas. Es algo parecido a aquello que los fashionistas llaman Little Black Dress. De varios LDB's que tengo, éste es el más sencillo y usable. En su momento lo compré para lucirlo en "la disco" (Dios mío, sí que soy vieja) cuando iba a la playa. Después de un par de temporadas primavera/verano de uso a finales de los 90, esta prenda pasó una larga etapa en el fondo del clóset. Hace menos de 5 años lo rescaté, portándolo sobre jeans. Hoy me lo encontré en la desesperación de no saber con qué complementar los leggings que se imponían al frío clima de estos días. Me sorprendió muchísimo el hecho de que todavía estuviera ahí.
Si bien durante toda mi época de "hija de familia" la falta de espacio nunca fue motivo para deshacerme de nada, eso cambió hace ya tiempo. La primera gran limpia ocurrió cuando empecé a vivir sola. Sin embargo, ahí todavía tenía todos los clósets del departamento para mí sola. Empecé a desechar periódicamente cuando tuve que compartir los colgadores y los cajones con mi pareja, pero la verdadera debacle de mi antes extensísimo guardarropa empieza con mi embarazo.
Para no hacer la historia larga, resumiré diciendo que todo lo que antes me gastaba en mí ahora va en un 90% para mi hijo (no sé qué hubiera pasado si hubiera tenido una niña), y que, por razones de espacio, ya se ha ido todo lo que se tenía que ir. Eso resulta en una colección de ropa que comprende únicamente lo que vale la pena tener.
Encontrar ese vestidito todavía en mi clóset me hizo pensar que me acerco a un sano equilibrio. No estoy acumulando trapos que nunca volveré a ponerme, pero tampoco estoy tirando sin sentido. El hallazgo de esa prenda me llevó a pensar que he aprendido a separar lo que me sirve de lo que ya nunca usaré. En pocas palabras, que es posible que esté comenzando a aprender "el arte de saber soltar". Y digo comenzando porque seguramente es una tarea de toda la vida. Siempre aparecerán cosas que nos hagan dudar, eventualmente lamentaremos haber regalado algo y nunca faltará ese objeto que guardamos únicamente por nostalgia de un recuerdo. Me parece que lo importante es no depositar la carga sentimental en un objeto, sino en la memoria de haberlo vivido. Es fácil decirlo pero no aplicarlo. Además próximamente me espera una exhaustiva revisión del clóset con motivo de una mudanza más. Ya les contaré de qué tanto pude aplicar mi aprendizaje en el arte de soltar...


miércoles, 4 de noviembre de 2009

Romper un huevo



Hay algo catártico en el acto de quebrar el cascarón de un huevo. Quizás sea una percepción personal, pero al preparar cualquier platillo que incluya este ingrediente, considero por demás disfrutable el instante del "crack".

En una sociedad en donde impera el "no tocar", jamás está bien visto resquebrajar objetos. Eso se le deja a la gente que está fuera de sí, aunque ahora se me ocurre (no sé si exista ya) que podría ser una buena forma de terapia de desahogo. Por eso, cuando resulta necesario fracturar la estructura de un blanquillo, se experimenta un poco el sentimiento de liberación. Algo así como el palpable gozo de reventar las capsulitas del papel burbuja.

El efecto placentero aparte, pareciera que existe todo un arte alrededor de esta acción. Quien carece de experiencia, no logrará fraccionar el cascarón sin desbaratarlo en varios pedazos inasibles. Los mejores chefs hacen alarde de conseguir abrir el huevo, verter su contenido y tirar su "envoltura" utilizando una sola mano. Cuando las cáscaras se utilizarán para decorarlos y rellenarlos en Pascua, sólo se debe hacer una pequeña abertura por el extremo superior. No sé cómo se logre eso, pero por lo pronto lo que sí les puedo compartir son estos cinco pasos que encontré para romper un huevo exitosamente.

1-Toma el huevo con la mano que seas más hábil

2-Sujétalo entre el pulgar y los dedos índice y medio

3-Golpea el huevo suavemente pero de manera firme contra una superficie dura y no contra el borde de un recipiente, lo cual puede incrustar las partículas del cascarón dentro del huevo.

4-Si el huevo no se partió completamente, separa las partes haciendo presión hacia afuera con los pulgares

5-Vacia el contenido acercando el huevo al traste, no desde lo alto para evitar que se rompa la yema.