miércoles, 12 de septiembre de 2012

Treinta y seis entrados en cuarenta.




Todos tenemos un "scary number". Esa edad a la que no quisiéramos llegar. Para algunos son los 30, para otros, los 40. No sé por qué pero yo nunca he sido de cifras cerradas. La crisis de los 30 me dio a los 28, y se me pasó exactamente el día que cumplí 29.

Los 40 nunca me han intimidado, pienso que si ya los cumpliste lo peor ya pasó, o algo así. El número que siempre he percibido incómodo es el 36, y mañana los cumplo.

Fuck, I'm old.

Será esa idea de que el .6 se redondea para arriba. Será que hasta 35 uno todavía se puede hacer la idea de que está en los early thirties. No lo sé. La cuestión es que en este momento estoy de frente al numerito y me doy cuenta de que ya me da igual.

Vaya, ya sé que es una conclusión obvia y un tanto estúpida, pero ahora me queda más claro que nunca: sí, la edad sólo es un número. Todo lo que cargan esas decenas de miles de días se me nota hace ya tiempo. Ya no soy una jovencita, y qué bueno. La juventud está llena de ansiedad (como si necesitara más de la que mi personalidad ya me adjudica) e incertidumbre. Aunque quizás los que me rodean opinen lo contrario, siento que estoy alcanzando cierta estabilidad emocional y creo que estoy empezando a dominar el "a ver qué pasa". Y no sólo eso. Me alegro mucho de darme cuenta que sigo teniendo capacidad de asombro y de aprendizaje. En los últimos tres años he asimilado y aplicado a la vida práctica más cosas que en los veinte anteriores. Y lo mejor de todo, la mayor parte de las veces, lo estoy gozando.

En esta etapa en la que estoy poniendo mis mejor esfuerzo porque la cotidianeidad sea de lo más disfrutable (no solo para mí, sino sobre todo para mis niños) y que la presencia le gane a la histeria imparable de la mente, de pronto me doy cuenta que, de mi "jueventud" tengo poquísimos recuerdos de los días comunes. No me acuerdo cómo eran las mañanas antes de ir a la escuela, ni los desayunos; tampoco la hora de la comida y ni siquiera estoy segura de que haya hecho las todas tareas que tenía que hacer, porque en verdad que no me viene a la mente esa tortura que todos dicen que eran los kilométricos deberes que dejaban en la laureadísima (pfff) escuela en la que me inscribieron mis padres.

Me acuerdo, por supuesto, de las ocasiones extraordinarias. Pero hay mil detalles que ya nunca sabré. Jamás le pregunté a mi madre, por ejemplo, cómo fue el día de mi nacimiento. Sólo sé que nací "sola" (o sea, sin ayuda médica, de parto natural y a los pocos minutos de haber llegado al hospital) y que mi madre le hizo repetirle a mi padre varias veces que había sido niña porque ella, con las anestesias quasi veterinarias que les ponían a las señoras tras parir, no recordaba qué había tenido y hasta antes de ese día siempre pensaron que tendrían un varón.

Total que en este gran espacio en blanco que tengo en la crónica de mi vida, me doy cuenta que hoy, por fin, me estoy convirtiendo en una memoria con patas. Que seré la típica señora que repite las mismas anécdotas de su vida mil veces porque esos son sus recuerdos más preciados y que es justo ahora, que empiezo a recolectar historias. ¿No es esa razón suficiente para amar esta edad?

Eso y que, con todo y mis canas y las pocas ganas que le echo a mi look desde que soy mamá, y a pesar de traer a cuestas a dos chamacos todo el día, mucho desconocido me sigue llamando "señorita", así que algo de mocedad debo seguir reflejando.

Feliz cumpleaños a mí. El último que me queda antes de cambiar oficialmente de estado civil, por cierto. Defendí mi soltería hasta el final de mi juventud. Mi madre estaría muy orgullosa de mí.

miércoles, 20 de junio de 2012

No se olvide de sonreir entre las contracciones



Ah, el parto. Cuántas maneras de nacer, cuántas anécdotas alrededor del tema. Hablar de un nacimiento siempre resulta interesante: no hay una historia igual que otra y son momentos de tanta presencia que hasta al más burdo narrador le sale una crónica fascinante. O quizás es mi cursilería de madre, pero así lo he llegado a percibir.

El embarazo y el parto, así como los recién nacidos, son algo tan precioso en toda la extensión de la palabra, que dan ganas de congelar el tiempo, las sensaciones y los recuerdos. Entonces nos engolosinamos con las cámaras: las de foto y las de video por igual. Cada vez es más sencillo. Basta con alcanzar el teléfono móvil para capturar un momento irrepetible.

El único problema es que, ni las cámaras son tan buenas, ni nosotros tan diestros como para sacar tomas únicas. La mayoría no somos tan exigentes con eso, pero hay quien no acepta menos que una foto profesional para registrar los momentos más importantes de la vida. Por eso ahora está empezando una moda de llevar a un fotógrafo al parto. Lo leí aquí y la verdad no me sorprendió tanto. Como dice en alguna parte del texto, hay una creciente necesidad por documentar la vida con imágenes dignas de una revista (y, esto lo agrego yo, por llevar así la vida en general). Si bien el resultado pudiera ser precioso y, como en los eventos más importantes de la vida, es mejor dejar esos detalles a alguien más, personalmente opto por las imágenes amateur y eventualmente recurro a aquellas que se quedaron en la memoria. No hay instantánea que se compare a vivir el momento.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Tú y yo en la jaula de los monos.


A pesar de que tenía tan solo 2 años, conservo recuerdos del viaje en el que se tomó la foto que ilustra este post. Y tengo la convicción de que es así porque fue entonces cuando por primera vez me enfrenté de manera conciente a muchas cosas que me atemorizaron, como meterme a la "jaula de los monos". Si logré superar varias crisis (como perder mi almohadita de seguridad minutos antes de subir al avión de vuelta a casa), fue porque ahí estaba mi mamá, acompañándome y sonriendo; intentando convencerme, como lo haría en muchas otras ocasiones, de que no importa cuán aterrador sea el panorama que tengamos enfrente, "no pasa nada".

Mañana se celebra a las madres, pero hace muchos días de esos que mi mamá no está con nosotros, tantos que ya perdí la cuenta. Son más de diez años, menos de 15, pero ese dato en realidad no importa.

Hasta antes de ese nefasto 15 de noviembre, por mi cabeza nunca cruzó que yo fuera a ser una persona que un día no tuviera mamá. En mi mundo rosa ese tema era como de ficción, no podía ser algo para nosotras. Y menos siendo tan jovenes las dos (ella tres días de haber cumplido 46; yo tenía 22, 2 meses y 2 días). Nuestra relación era tan intensa y tan rica (en todos los sentidos) que en mi imaginación nunca hubo un escenario en el que ella no fuera parte central. Pero de pronto ya no estaba, y tuve que aprender a ser yo sin ella, y no fue sencillo, pero al final, lo logré.

O eso pensaba hasta que me convertí en madre, hace poco más de cuatro años. Entonces volvieron a surgir un mundo de dudas y empecé a referirme a su figura más que nunca. Me di cuenta de cuántas cosas jamás le pregunté y cuántas dudas más que solo ella me hubiera podido despejar se me van a seguir presentando en los años que me queden de vida. Se volvió evidente que no hay manera ya de saber qué hubiera respondido, o cómo sería todo si ella siguiera aquí.

Quien la conoció bien me dice que hubiera sido una abuela amorosísima, consentidora y orgullosísima de sus nietos, y yo nada más no lo puedo imaginar, simplemente porque era tan joven cuando dejó este mundo que, ni yo estaba en edad de pensarme como madre, ni a ella como abuelita. Este noviembre cumpliría 60 y nadie quiere (ni puede) visualizar cómo luciría y actuaría ahora.

Una querida amiga perdió a su mamá el año pasado. Cuando fui al velorio me abrazó y me preguntó "¿Cómo le hiciste?". Me encongí de hombros y musité alguna tontería que ahora no recuerdo. Meses después mi amiga me dijo: "Me caga no tener mamá". No lo pudo haber dicho mejor. Yo siempre lo había sentido, pero nunca lo definí de manera tan precisa. Da mucho miedo y más coraje (enojo, pues) tener andar por ahí sin esa protección, sin esa referencia, sintiendo que te arrancaron la raíz, que perdiste toda tu fortaleza.

No importa cuándo se vayan ni de cuánto amor se esté rodeada, la cicatriz que queda no se disimula con nada. Tampoco se puede pensar que por ser ya "mayores de edad" se hace más fácil. No. Jamás puede ser ni remotamente sencillo, y siempre hubiéramos querido un poco más, que "por lo menos...", algo. Mi más grande reclamo al destino en este sentido es que Alicia no conociera a mis niños. Si bien me hubiera encantado que viera que trabajé en revistas (una pasión que ella me inculcó indirectamente), que viví sola, que me enamoré de (y logré enamorar a) un gran hombre, y una larga lista de etcéteras, lo que más me puede es que nunca haya visto la caritas de Joaquín y de Álvar... que nunca los haya cargado, que sea la abuelita que está en el cielo desde muchos años antes de que ellos nacieran.

Y sin embargo (siempre tiene que haber un sin embargo que nos devuelva la esperanza), hay un consuelo muy grande en la dolorosa experiencia de ser madre sin tener ya a la propia. Hace un par de semanas, otra amiga que también perdió a su mamá hace poco más de dos años (un par de meses antes de su boda), me preguntó cómo se vive la maternidad desde la orfandad. No le mentí: le confesé que era lo que más me había removido la tristeza y que mis días de llanto en la depresión postparto (en ambas ocasiones) tuvieron mucho que ver con el miedo a pensar que un día yo también dejaré a mis hijos a su suerte- y vaya si es un pensamiento aterrador cuando tienes un recién nacido entre los brazos. Pero también le dije que es precisamente la experiencia de ser madre lo que me ha acercado más, y por mucho, a ella. A su ser, a su esencia, a su perfección dentro de los límites humanos. Al final, al faltar, la relación con ellas se vuelve un eterna reconciliación a la que ya no se le suman más disputas, y entonces todo lo que hacemos es un gran tributo a ellas.

Feliz día, mamá. En mi cabeza y en mi corazón siempre seremos tú y yo en la jaula de los monos.

miércoles, 11 de enero de 2012

El orden del caos


No me da pena admitir que nunca he sido ordenada. Algún tipo de mito dicta que todas las housewives deben serlo, pero tengo la convicción de que con eso se nace, y yo no nací así. Sospecho que es un hábito que en ciertos casos se puede inculcar, pero mi madre no era una control freak (no para eso), aunque sí tenía la habilidad de saber siempre en dónde estaba algo (en una casa habitada por ocho personas).

Hasta antes de ser ama de casa, siempre había tenido todo bajo control: mi ropa y accesorios perfectamente localizados (en alguna época hasta tuve mi guardarropa acomodada por colores), libros y discos clasificados, mi escritorio de la oficina relativamente estructurado, y era eso y poco más lo que debía mantener organizado.

Sin embargo, cuando nació mi primer hijo me empecé a perder entre los objetos, y yo culpaba al espacio el cual, argumentaba, era apenas suficiente para dos personas y que se estaba estirando para albergar a tres (y en donde el recién llegado habiendo traído con él más tiliches que las pertenencias de sus dos padres juntos). Las cosas se instalaban en montoncitos por todos lados y así, ¿quién podía seguirles la pista?

El pretexto de la falta de cajones para mantener nuestras posesiones bien guardaditas y ubicadas se me terminó cuando nos mudamos una casa que, literal, nos queda grande. Y ahora todo se ve muy recogidito, sí, porque (todavía) hay espacio en los clósets, el reto es acordarse en dónde está algo. Además, desde que me volví una persona de movilidad reducida (con el embarazo), tuve menos capacidad física de estar arreglando repisas y ahora, con el pequeño aquí, lo que me falta es tiempo y lo que me sobra son cosas que brotan por doquier de manera caótica.

Creo que es normal. Las pertenencias a las que debo seguirle la pista son ahora de cuatro personas, no sólo de una, y una casa requiere más cachivaches que un escritorio de oficina o que un departamento. ¿O serán puros pretextos y de plano esto de tener todo acomodado no se me da? Porque no importa cuántas veces descombre un cajón, en un tiempo volverá a estar igual, o peor que antes. Ay, cómo temo escuchar de boca de mi marido (o de la mía incluso) un: "¿En dónde estará el --- ?".

Cada que abro una alacena, un clóset, un armario, siento que se me vienen las cosas encima. Además tengo extraviadas algunas prendas y otros artículos de primera necesidad y simplemente no puedo creer que esto suceda. La casa es grande, pero no es para tanto. ¿O serán que se fueron al lugar al que huyen los calcetines?

Esto me ha llevado a hacer lo que se conoce como "decluttering", muy sano para el espacio y para el alma. Es impresionante cuánta cosa guarda uno (a veces hasta basura) en pos de la nostalgia. Papeles, boletitos, latas caducas, ropa vieja que hace siglos no usamos, todo por falta de tiempo para revisar, porque nos recuerdan otra época, o por miedo a necesitarlo más adelante. Así que ahora la consigna será "a la basura sin piedad" y a ver si así logro deshacer esta maraña que me está ganando la batalla.