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miércoles, 28 de julio de 2010

El que no tenga memoria, que se haga una de papel.



Nunca me he valido de una agenda para seguirle la pista al transcurrir de la vida. Jamás he rellenado los apartados alfabéticos con los datos de mis conocidos, y es raro que me tome la molestia de apuntar una cita o un pendiente. Si llego a hacerlo, no acudiré o resolveré el asunto en cuestión por haberlo visto escrito en una página, porque no tengo el hábito de revisar una libreta. Siempre he confiado en mi memoria, ese sistema mental que hace relaciones numéricas y encuentra referencias que sólo tienen sentido para mi cabecita loca, ese tía regañona que sirve como una especie de alarma de despertador que recuerda eventos importantes. Ese cascabelito que siempre había evitado que me olvidara de cumpleaños, fechas de pago y, antes de que dependiéramos de las agendas de los celulares y de la opción de discado automático, también de los números telefónicos de cualquier persona a la que le tuviera que marcar más de una vez.
Me gustaba pensar que aprendía las cosas tal cual reza la expresión en inglés by heart, es decir, que retenía la información no con la cerebro, sino con el corazón. Para que lo anterior no se entienda como cursilería, lo que quiero implicar es que recordaba asuntos por gusto y no por obligación.
Estoy refiriéndome a tal cualidad en tiempo pasado pues los últimos días he sentido que estoy perdiendo esa facultad. Con esto de que "ahora soy mi propia empresa", que vivo en una casa de la que soy la principal responsable, y que cuido de otra existencia (pequeñita en dimensiones pero enorme en significación), estoy empezando a pensar que es hora de cargar con un cuadernito para anotar todo lo que no debo pasar por alto. (Y sí, quiero papel y tinta. Mi móbil tiene una aplicación para cualquier menester de este tipo, pero por alguna razón, ni la lista del súper me gusta elaborar ahí.)
Atribuyo mi incipiente pérdida de memoria no sólo a mis múltiples ocupaciones. Quiero creer que es también porque estoy estoy iniciándome en el ejercicio de utilizar mi capacidad craneana para almacenar sensaciones y no datos.
Estaba dándole vueltas a mi teoría cuando me topé con esta nota, que no sólo habla de la ventaja de documentar la vida para fines prácticos sino también como referencia biográfica. Resulta que escribir las cosas es muy recomendable y, como apunta de manera metafórica, ayuda a aliviar nuestra "memoria RAM" y así bajan nuestros niveles de estrés.
La vida es aquí y ahora, y si transitando por ella voy a cargar con algo, prefiero que sean experiencias, imágenes y nociones, no datos y números. Que esos últimos se queden en el papel para cuando los neesite, que yo prefiero andar más livianita por ahí.

martes, 6 de julio de 2010

"Señito"


La vida me ha dado indicios de que no me tengo que preocupar más por cómo se dirige a mí la gente. Pareciera que "Señora" o "señorita" no se aplica a alguien con mi descripción o características y que nada me define mejor que "Señito". Con lo que me molestan los diminutivos. En verdad, a muchas las hará sentir mayores y se indignarán como si las hubieran insultado, pero yo prefiero que me digan Señora. El "señito" lo entendí como queriendo hacer alusión a que soy una madre y ama de casa joven, pero resulta que no necesariamente lo pronunciaron con esa intención. Qué dilema. Como si una no tuviera ya bastantes problemas de identidad.

jueves, 13 de mayo de 2010

Detener el tiempo


No es casual que en algún punto de la historia el hombre haya soñado con detener el reloj. Los minutos se escapan velozmente frente a nuestros ojos convirtiéndose en horas, días, semanas, meses y años sin que podamos hacer nada por evitarlo.
Y en ese angustiante transcurrir pareciera que cumplimos al pie de la letra con todo lo ordinario (como los trayectos diarios, sacar la basura, lavar los trastos, la ropa, comer, dormir, etc.) y dejamos de un lado lo extraordinario. Tristemente solemos darle prioridad irrefutable a lo-que tengo-que-hacer, y guardamos lo-que-me-gustaría-hacer en el cajón que nunca abrimos ni para quitarle el polvo que se ha acumulado.
Este deprimente síntoma de la escasez de hedonismo de los tiempos modernos generalmente suele relacionarse con la llamada madurez y se acentúa con la edad, sobretodo cuando hay que barajar demasiadas responsabilidades.
No es que elijamos ser así, la vida nos orilla a ello, y en nuestros ajetreados itinerarios rara vez hay un apartado que se entitule "Tiempo para mí". Total que lo preocupante es que, un buen día, uno voltea para darse cuenta que ya pasaron veinte años y que todavía no ha emprendido ese viaje soñado, que no se ha inscrito en esas clases que tanta ilusión le provocaban y, que aunque Stephen Hawking acabe de dar tres opciones supuestamente viables para viajar en el tiempo, la verdad es que es poco probable que esa sea una posibilidad real para volver al momento en el que teníamos el espíritu fresco y la fuerza física de hacer muchas cosas.
Así que últimamente he luchado contra las mancecillas para ver si logro robarle los suficientes minutos para juntar tres horas y así poder asistir a una clase de meditación al menos una vez cada tres semanas. También estoy buscándole un agujero a los bolsillos del reloj para ver si con lo que encuentre ahí logro avanzar en la lectura del libro en turno. En ocasiones me quiero pasar de lista y, tomándome un espresso a las 7 de la tarde, logro ver si acaso un capítulo completo de la serie que es en este momento es mi preferida. Desgraciadamente el despertador me cobra esa ocurrencia con creces, y me hace darme cuenta que reducir mis ciclos de sueño sólo resulta en que al día siguiente la rutina me cueste más trabajo y termine aún más cansada. De cualquier modo no me voy a rendir. Seguiré buscando la manera de detener el tiempo un poquito cada día para privilegiar una actividad que no sea de necesidad básica por el puro gusto de hacerlo.

lunes, 26 de abril de 2010

La culpa no es del lunes...


Sino de quien la toma en su contra. Y no lo digo a la ligera. Me siento con la suficiente autoridad de hacerlo, pues yo solía detestarlos y de pronto algo cambió. Hoy ha sido un lunes plácido. De hecho, ya llevo varios en serie. La fórmula para disfrutar un inicio de semana es sencilla: solamente hay que cambiar la actitud. "Ay sí, ¡nada más!", podría replicarme. A ver si me explico. Hay quien detesta los martes. Yo, ex-odiadora-de-lunes, nunca lo pude entender. Alguna vez un odiador-de-martes me lo explicó: el lunes al menos se tiene fresco el recuerdo del fin de semana, el martes los días de descanso están más lejos que nunca. Jamás lo he experimentado de tal manera, para mí un día más es un día menos (para llegar al fin se semana). El cambio en mi percepción lo generó un tweet en el que alguien se quejaba de que era domingo por la noche. Yo también solía despreciar esa fracción última de los días de descanso, con el pretexto de que cualquier brillo que puedan tener es opacado por la sombra del inminente lunes. Sin embargo, al verlo escrito por alguien más me sonó totalmente absurdo. Qué ganas de amargarse el rato libre restante. Y luego, para volver al pobre lunes más antipático de lo que ya nos resultaba, le ponemos actividades poco agradables, como inicios de dietas o cualquier otra actitud de cambio que no se ha logrado en todo el año (y miren que ya casi es Mayo). Entonces, ¿qué quiero decir con que para disfrutar el lunes solamente hay que cambiar de actitud? Pues que depende de nosotros que sea más agradable, no alucinándolo desde la noche anterior y de ser posible agregándole un factor positivo que sea exclusivo de ese día. Verán cómo cambia la perspectiva. Inténtenlo. Felices "luneses".

miércoles, 21 de abril de 2010

Las cuatro horas más cortas de la historia


Otra vez, me queda sólo media hora para tener que ir a recoger a mi niño. Qué ilusa fui cuando entró a la escuelita e hice tantos planes, pensando que tenía cuatro, CUATRO preciosas horas para hacer "lo que yo quisiera". Me inscribiría al Instituto Italiano para recursar los niveles que fueran necesarios y certificarme en el idioma, haría yoga, meditaría en el jardín, iría a que me hicieran manicure y pedicure, me vería para desayunar con mis amigas, quizás de vez en cuando me daría tiempo de tomar una siesta.
Ja-ja.
Siempre que me doy cuenta que, una vez más, ya "se me acabó el veinte", reviso en qué se me fueron los minutos. Días como ayer, en los que recorro la ciudad tres veces, visito dos oficinas, voy al banco, etc. ni siquiera tengo que hacer memoria, más bien me impresiona que de pronto me sobre un momento para tomarme un café por ahí. Son las mañanas como la de hoy las que se me escurren como agua entre las manos. Entre las vueltas, las llamadas, las entregas, ir al súper, al mercado, cocinar, sacar los pendientes, revisar correos, contestar los mismos, que suena el timbre, que toca la vecina, etc., etc., etc., "mi tiempo" no alcanza prácticamente para nada. De hecho empiezo a preguntarme cómo podría hacer todo esto si trabajara de tiempo completo y lejos de mi casa. En fin, me voy. De los doscientos cuarenta minutos ya sólo me quedan veinte, y me toma al menos quince llegar a mi destino. No puedo esperar a ver en qué se me esfuman las 4 horas que me tocan mañana...