miércoles, 25 de noviembre de 2009

Que siempre no...


Calculé la mudanza para este fin de semana. A mí, que todo me encanta tenerlo calculado, planeado, calendarizado, como muchas cosas en este año, otra vez no me salió. Y como no fue ahora, ya no pasará hasta el próximo año. Diciembre es demasiado complicado como para, además, llevar la casa a cuestas.
Mucha gente asegura que una remodelación es más cansada y tardada que una construcción. Yo no entendía eso hasta que me metí a hacerlo. Es cierto. En la edificación de una vivienda nueva, todo se hace a medida, sobre necesidades específicas, los contratiempos son mínimos. Al rehabilitar una casa ya hecha, uno se encuentra con limitaciones propias del inmuebe original. Hay que adaptarse a lo que se tiene, o bien tirar y volver a hacer, lo cual es bastante desgastante. A eso se suma que cuando parece que un recurso se logró, se presenta siempre algún tipo de eventualidad no prevista. En fin, tampoco hay prisa. Es sólo que es un evento tan significativo que hay que hacerse a la idea por un tiempo, y el "siempre no" sólo prolonga la ansiedad.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Mudanza


Dentro de poco menos de tres semanas, mi pequeña familia y yo nos cambiaremos de casa. Confieso que estoy aterrada. En algún lado leí que mudarse es una de las tres primeras causas de estrés en la vida de una persona, siendo los dos otros dos motivos eventos tan tremendos como la muerte de un familiar o pasar por un divorcio. Debo aclarar que mi miedo no está fundado únicamente en la teoría. La memoria de experiencias anteriores es lo que más me atormenta. Ese espantosa sensación de que uno NUNCA acabará de meter la vida en cajas, la interminable aparición de objetos inclasificables y la perspectiva de vivir en el caos por un buen rato. Además está el riesgo de que se pierdan, maltraten o rompan cosas. Somos obligados a poner nuestras preciadas posesiones de toda una vida (valiosas o no, es lo que tenemos) en manos de desconocidos para que las manipulen cuanto sea necesario.
El peor recuerdo que tengo de mis traslados anteriores es el de empacar la ropa. Simplemente no podía terminar. La del diario, los abrigos, los vestidos de fiesta... fue tan abrumador que estuve tentada a dejar varias cosas atrás, y me juré analizar muy bien si valía la pena cada que tuviera el impulso de comprar un trapo más.
Por supuesto ese es una promesa que se olvida tan pronto como los dolores de parto, y aquí estoy otra vez frente a un bonche de cajas de cartón y a un paquete de rollos de cinta canela (que por cierto, nunca alcanza) pensando cómo le voy a hacer para aminorar el suplicio. Estoy segura que no hay manera fácil, pero me han pasado varios tips que aplicaré al pie de la letra. Ya dedicaré otro post a ennumerar los que me funcionaron. ¡Deséenme suerte!

jueves, 5 de noviembre de 2009

El arte de saber soltar


Tengo puesto un vestido que compré aproximadamente hace unos 17 años. Es negro, corto, de algodón, sin mangas. Es algo parecido a aquello que los fashionistas llaman Little Black Dress. De varios LDB's que tengo, éste es el más sencillo y usable. En su momento lo compré para lucirlo en "la disco" (Dios mío, sí que soy vieja) cuando iba a la playa. Después de un par de temporadas primavera/verano de uso a finales de los 90, esta prenda pasó una larga etapa en el fondo del clóset. Hace menos de 5 años lo rescaté, portándolo sobre jeans. Hoy me lo encontré en la desesperación de no saber con qué complementar los leggings que se imponían al frío clima de estos días. Me sorprendió muchísimo el hecho de que todavía estuviera ahí.
Si bien durante toda mi época de "hija de familia" la falta de espacio nunca fue motivo para deshacerme de nada, eso cambió hace ya tiempo. La primera gran limpia ocurrió cuando empecé a vivir sola. Sin embargo, ahí todavía tenía todos los clósets del departamento para mí sola. Empecé a desechar periódicamente cuando tuve que compartir los colgadores y los cajones con mi pareja, pero la verdadera debacle de mi antes extensísimo guardarropa empieza con mi embarazo.
Para no hacer la historia larga, resumiré diciendo que todo lo que antes me gastaba en mí ahora va en un 90% para mi hijo (no sé qué hubiera pasado si hubiera tenido una niña), y que, por razones de espacio, ya se ha ido todo lo que se tenía que ir. Eso resulta en una colección de ropa que comprende únicamente lo que vale la pena tener.
Encontrar ese vestidito todavía en mi clóset me hizo pensar que me acerco a un sano equilibrio. No estoy acumulando trapos que nunca volveré a ponerme, pero tampoco estoy tirando sin sentido. El hallazgo de esa prenda me llevó a pensar que he aprendido a separar lo que me sirve de lo que ya nunca usaré. En pocas palabras, que es posible que esté comenzando a aprender "el arte de saber soltar". Y digo comenzando porque seguramente es una tarea de toda la vida. Siempre aparecerán cosas que nos hagan dudar, eventualmente lamentaremos haber regalado algo y nunca faltará ese objeto que guardamos únicamente por nostalgia de un recuerdo. Me parece que lo importante es no depositar la carga sentimental en un objeto, sino en la memoria de haberlo vivido. Es fácil decirlo pero no aplicarlo. Además próximamente me espera una exhaustiva revisión del clóset con motivo de una mudanza más. Ya les contaré de qué tanto pude aplicar mi aprendizaje en el arte de soltar...


miércoles, 4 de noviembre de 2009

Romper un huevo



Hay algo catártico en el acto de quebrar el cascarón de un huevo. Quizás sea una percepción personal, pero al preparar cualquier platillo que incluya este ingrediente, considero por demás disfrutable el instante del "crack".

En una sociedad en donde impera el "no tocar", jamás está bien visto resquebrajar objetos. Eso se le deja a la gente que está fuera de sí, aunque ahora se me ocurre (no sé si exista ya) que podría ser una buena forma de terapia de desahogo. Por eso, cuando resulta necesario fracturar la estructura de un blanquillo, se experimenta un poco el sentimiento de liberación. Algo así como el palpable gozo de reventar las capsulitas del papel burbuja.

El efecto placentero aparte, pareciera que existe todo un arte alrededor de esta acción. Quien carece de experiencia, no logrará fraccionar el cascarón sin desbaratarlo en varios pedazos inasibles. Los mejores chefs hacen alarde de conseguir abrir el huevo, verter su contenido y tirar su "envoltura" utilizando una sola mano. Cuando las cáscaras se utilizarán para decorarlos y rellenarlos en Pascua, sólo se debe hacer una pequeña abertura por el extremo superior. No sé cómo se logre eso, pero por lo pronto lo que sí les puedo compartir son estos cinco pasos que encontré para romper un huevo exitosamente.

1-Toma el huevo con la mano que seas más hábil

2-Sujétalo entre el pulgar y los dedos índice y medio

3-Golpea el huevo suavemente pero de manera firme contra una superficie dura y no contra el borde de un recipiente, lo cual puede incrustar las partículas del cascarón dentro del huevo.

4-Si el huevo no se partió completamente, separa las partes haciendo presión hacia afuera con los pulgares

5-Vacia el contenido acercando el huevo al traste, no desde lo alto para evitar que se rompa la yema.

miércoles, 28 de octubre de 2009

De Miranda a Charlotte en 9 meses





Hace casi diez años, una versión más joven e inexperta de mí cambiaba de canal un sábado por la noche en un zapping desesperado por encontrar algo que ver en la t.v. Fue entonces cuando me topé con un capítulo de la ahora icónica Sex and the City. En ese momento, la serie todavía no era conocida en nuestro país. Yo no sabía ni qué estaba viendo, pero algo de lo que brillaba en la pantalla me atrapó (seguramente el tono femenino, "irreverente" y divertido), e hizo que en la primera oportunidad adquiriera la primera temporada en DVD.

Como el 99.9% de la población femenina (no conozco a ninguna mujer que no le guste, pero seguramente existe), me volví fan incondicional. A los pocos días de mi hallazgo, el ortodoncista determinó que era necesario sacarme las cuatro muelas del juicio, y tomé la circunstancia como pretexto para correr a comprar la 2a temporada y encerrarme todo un fin de semana a ver el box set completito. Y así, varios meses y muchos cientos de dólares gastados después, la revisé una y otra vez hasta, literalmente, el hartazgo. Repasé tantas veces las líneas, diálogos y gestos de sus protagonistas, que ahora no puedo apreciar el melodrama sin ser hiper crítica. Sus conflictos ahora me parecen los de un grupo de adolescentes y sus interpretaciones, sobreactuadas.

Sin embargo, en ese entonces todas estábamos fascinadas con el show. Cuando Sex and the City se hizo popular entre las chicas de mi generación, mis amigas más cercanas aseguraban que yo era toda una Miranda: una fémina casada con su trabajo, práctica, con humor ácido y sin sentido del romance. Acepto que, de las cuatro, fue con la que más me identifiqué una vez que superé mi etapa Carrie (todas tenemos una época Carrie, no es casual que ella sea la protagonista). Mis íntimas señalaban que la pelirroja y yo compartíamos inclusive el mismo corte de pelo, que ambas vivíamos solas con un gato y cuando me embaracé aseguraron que tendría un niño (y atinaron, ya tengo mi pequeño Brady).

Lo que ninguna vio venir es que, 9 meses después de dejar de trabajar en una oficina, me convertiría en toda una Charlotte. Así es: hoy descubrí que, después del mismo periodo de gestación de un ser humano, he renacido en una mujer que disfruta muchísimo ser una stay at home mom, y que su prioridad es su familia. No voy a negar que pasé por una tremenda fase de desperate housewife al más puro estilo Lynette Scavo, tratando a toda costa de regresar a los grandes corporativos y sintiendo que en casa no estaba haciendo nada bien.

Eso sí, que quede bien claro que nunca seré tan cursi como Charlotte. A las "Mirandas" de nacimiento siempre se nos puede encontrar un poco de nuestra naturaleza sarcástica a flor de piel, pero eso nunca nos impedirá disfutar de una tarde horneando galletas.

viernes, 23 de octubre de 2009

La buena vecindad


La palabra vecindad suele asociarse a un lugar en donde las familias de clase baja habitaban los cuartos de una gran casa venida a menos. La convivencia de grupos de personas con costumbres tan variadas era tan estrecha, que vivir ahí resultaba por demás conflictivo. No en balde Roberto Gómez Bolaños tomó un escenario tal para recrear su exitosa comedia, "El chavo del ocho".

Cuando digo "vecindad" me refiero a la relación que se establece con los vecinos. Ésta puede ser muy complicada, trátese de una casona compartida, de un multifamiliar, de un edificio de departamentos, de casas dentro de exclusivos condominios, o de países. Estar pared con pared, codo con codo, o lo que es lo mismo, frontera con frontera, puede llegar a ser una pesadilla si el nexo no se trata con el suficiente cuidado.

Desde que salí de la casa paterna, en donde había un idilio comodísimo y respetuosísimo con los vecinos, en mi vida independiente había logrado librar los problemas con los residentes cercanos. Habiendo elegido siempre construcciones antiguas, las fiestas, gritos de cualquier índole o llantos de bebés nunca causaron conflictos ni de adentro hacia afuera, ni en sentido contrario. En la oficina en donde trabajaba, por la naturaleza de trabajo creativo que ahí se realiza, no había paredes ni cubículos... todo era un gran piso en el cual uno se enteraba inclusive de los problemas maritales o médicos de los compañeros. Tampoco ahí sufrí la proximidad de otros seres humanos.

Mis dolores de cabeza comenzaron cuando me mudé a la colonia Roma, en donde abundan los letreros de NO ESTACIONARSE, SE PONCHAN LLANTAS GRATIS y el originalísimo NO ESTACIONARSE NI UN MOMENTO, NI UN RATITO, NI UN SEGUNDO, ¡NO SEA NECIO!

Una vez, estando embarazada y con las hormonas desquiciadas, llegué a tener un serio problema con una chica. Por gracia del destino esa mujer desapareció de mi panorama, y el lugar frente a la puerta de mi garage quedó libre para que cualquiera se pusiera ahí mientras yo no esté fungiendo como "la loca de la ventana". Lo maravilloso fue que, a fuerza de estar preguntando de quién eran los vehículos obstructores, llegué a un acuerdo con la vecina de la casa contigua: ella puede hacer uso de ese espacio, siempre y cuando haya quien lo quite cuando yo tenga que entrar o salir.

Ya me sentía lo suficientemente afortunada con haber llegado a ese acuerdo y de haber encontrado a una persona respetuosa y consciente, cuando la semana pasada, la dueña del corsa negro con una estampa de Stereo Joya, me dio una grata sorpresa. Para corresponder a mi "permiso", me regaló unos deliciosos xoconostles para preparar agua. No sólo me pareció un gran detalle de su parte, sencillo y sincero, sino que me dio la oportunidad de probar algo que no conocía y que me pareció exquisito. Todavía no tengo la oportunidad de agradecerle lo suculento del obsequio. Vaya, ni siquiera sé el nombre de esta amable mujer, pero este post es para ella y para todo el que pratique la buena vecindad en cualquier ámbito. Creo que (y parafraseando el pensamiento de Benito Juárez como bien amerita este tema), todo es cuestión de no faltarnos al respeto y de ponerse un segundo en los zapatos del otro.

miércoles, 21 de octubre de 2009

¿No tendrá los 3 pesitos?



El siguiente acto nunca ocurrió tal cual. Sin embargo, representa situaciones que se repiten cientos de veces al día en cualquier ciudad.

1 Interior. Supermercado - DÍA

Tras recorrer la fila única del establecimiento en tan pocos minutos que ni siquiera tuvo oportunidad de hojear una de las malas revistas que se encuentran entre los artículos de impulso, es el turno de nuestra protagonista para pagar. El dependiente pasa rápidamente por el escáner los productos a cobrar, y dice en voz alta el resultado cuenta:

CAJERO
- "Son 153 pesos."

Nuestra heroína saca un billete de 200 pesos de su cartera y lo extiende al empleado del supermercado, al tiempo que busca el boleto del estacionamiento para asegurarse que, esta vez, no se olvidará de sellarlo.

CAJERO
- "¿No tendrá los tres pesitos? Así le doy 50."

La consternación se nota el gesto de la mujer.

VOZ MUJER: OFF

-Sí los traigo, pero si se los doy, no me va a dar cambio para el "cerillo", para el "viene-viene" y para el estacionamiento...

MUJER
- "No, no traigo cambio".

El tendero lanza una mirada de sospecha que deja ver que no creyó la mentira de la señora que tiene enfrente, y con disgusto empieza a contar monedas...

CAJERO
- "Ash... ahí tiene, 47 de vuelto..."

¿Por qué nunca nadie tiene cambio? Mientras una se mueve en un ámbito "ejecutivo" (por llamarlo de alguna manera) pareciera que nunca hace falta. En los restaurantes, estacionamientos y hasta gasolineras se puede pagar con tarjeta. La propina se incluye ahí. Una sale y regresa a su casa sin necesidad de "morralla". No obstante, cuando se trata de andar en tienditas, comprando en puestos de mercados sobre ruedas, e inclusive en las grandes cadenas de supermercados, la necesidad de "suelto", se impone.

Recuerdo no entender por qué mi abuela y mi madre tenían monederos. Me parecía un accesorio por demás inútil y además, horrendo. No llegué a mis clásicos extremismos de jurarme a mí misma nunca usarlo, pero definitivamente no me veía cargando uno.

Bueno, pues les presento mi monedero. Está hecho de arillos de lata de refresco reciclados. Me lo regaló una ex-colaboradora que lo trajo de su país (Argentina). Es cool, hermoso y de lo más práctico. Ahora entiendo a mis ancestras... es tan necesario para alguien como yo, que a su uso se le podría aplicar un slogan de tarjeta de crédito: "No salga sin él". Otra vez: Gracias, Muriel.